Marcando todas las horas, muerden venenos enraizados, incrustados
entre cada capilar colapsado de horchata. Rechazan intentos de volverse más
calientes, ni incendio ni conato, ni llama ni brasa. Turbio y templado corre el
zumo de las chufas, avergonzado de atravesar aurículas que otrora esculpían
cada chorro, llenándolo todo de vida.
Sistema sin potencia, que de no ser por el natural deseo de
mantenerse latente, habría completado su absoluta decadencia.
Tan gris, tan… sin sal.
Por suerte, la narrativa es lejana y antigua. Es memoria de
otros tiempos, es memoria de otros meses, el pasaje caducado de la biblia de alguien
demasiado acostumbrado. Como propenso a levantarse, a travesarse la carne
adyacente a sus heridas con la aguja de la ira producida por haber masacrado el
tiempo con inútiles lamentos. Resuena en nuevos pasos rápidos, movidos por el
deseo de retomar lo perdido, deudores de una vida que no merece celebrar ni tan
solo una derrota.
Hervir la horchata. Vengarlo todo. Sentir el magma temblar a
cientos de kilómetros bajo tus pisadas. Que si hubiese un Dios, nos diera el
alto. Le temblara la mirada ante la imagen de alguien sujetando al sol en el
ocaso.
Todo.
Absolutamente todo por hacer.